Pequeño epicentro de un mar de soledad, sin saberse
comprendida de las muchas carencias emocionales acumuladas a lo largo de tanto
tiempo, tantos años, toda su vida. Ávida de conocer sentimientos nunca antes
encontrados pero necesarios para hallar la “felicidad femenina” que la
embarcaría hacia su máxima plenitud.
Apesadumbrada por la opresión que sentía en el pecho al
rememorar lo vivido, sin poder evitar el bolo de amargo sabor que la corroía
desde la garganta. Era una sensación demasiado familiar que se tornaba en
dolor. La ansiedad y el desconcierto que experimentaba ante la misma invadían
sus pensamientos, como si de un veneno emocional se tratase, haciéndola más
vulnerable aún ante nuevas vivencias, aunque éstas fueran positivas, boicoteando
así cualquier posibilidad de libertad.
Debía despertar, levantarse, mirarse al espejo,
reconocerse, aceptarse, no sentirse indiferente, confiar en sí misma, aprender
a gustarse e incluso elogiarse. No sería fácil, aunque sí necesario, salir del caparazón
que la recubría. Era pues determinante exfoliar esa piel que la habitaba,
nutrida por tanto desamor, indiferencia y menosprecio, recibidos y depositados
a modo de estratos sedimentados sobre la misma.
Reconstruiría un “yo” desconocido que con toda probabilidad
no existía, el “yo” mujer que indudablemente podía suscitar sentimientos dulces,
una mujer que al saberse libre no haría sino dejarse llevar por su renovada y,
hasta ahora, encubierta consciencia que desde ese momento erigiría su vida, sin
permitir que nuevos agentes contaminantes inocularan su mente.
Caminaría con decisión el trecho restante con pequeños pero
firmes pasos, aceptando la posibilidad de equivocarse al escoger la dirección del
camino y asumiendo cada error, así como su propia responsabilidad del mismo,
para crecer y desarrollarse personalmente hasta llegar a ser la mejor versión
de sí misma.
Sólo entonces se sentiría plena y dichosa. Sólo entonces
podría amar y ser amada. Sólo entonces podría entregarse al calor de otro
cuerpo. Sólo entonces se sabría especial para otro corazón, preparada para
rendirse a sus sentimientos libre e incondicionalmente, aceptando sin remilgos
los mimos y alabanzas que le profesaran porque ya no se cuestionaría el hecho
de merecerlos o no; ahora sí confiaría en la veracidad y sinceridad de tales
dedicatorias que, natural y paulatinamente, incorporaría a su ya ”curado”
auto concepto.
Únicamente siendo consciente de lo que podía dar, aceptaría
todo aquello que debía recibir. Mas no
sería fácil admitir afecto y devoción sin albergar la más mínima duda de
franqueza de los mismos, al menos hasta haber cicatrizado cada una de sus
heridas, lo cual sería un proceso arduo y lento para el que precisaría de un
apoyo emocional e incondicional de inmensurable valor. Así, cada vez que
flaqueara en el intento de superar lo acontecido, contaría con la solidez de
una personalidad que, altruistamente, estaría ahí para apuntalar su mermada resistencia.
Cuan necesario era desterrar todas aquellas innumerables y
amargas vivencias al lugar más recóndito e insignificante de su memoria, porque
no merecían más protagonismo del ya recibido y, no sería hasta entonces cuando se descubriría, conocería su interior,
apreciaría una mujer rica en serenidad, amantísima de esas pequeñas atenciones
cotidianas que enaltecen el alma humana y no menos generosa en su corazón.
Finalmente, alcanzaría la paz interior que tanto precisaba,
la misma que alimentaría su mente y, desde ese preciso momento, vestiría una
sonrisa alegre que ya no recordaba y que hallaría en la profundidad de su
persona..
Ahora, aunque anhelaba a aquella joven humilde,
extrovertida y defensora de causas justas, se alegraba de conocer a la mujer tímida
y valiente que resurgió tras disiparse la sombra del sol.
La Crisálida.
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