martes, 11 de noviembre de 2025

Frankenstein y la Herida Humana: una mirada desde la psicología emocional

 



El domingo, en casa tranquila, vi la última película de Guillermo del Toro. No tenía expectativas; creía que iba a ver un simple remake más de todas las versiones que se han hecho de la novela de Mary Shelley, que además escribió con solo dieciocho años. Una locura maravillosa.
Independientemente de si te gustan este tipo de películas, (no a todo el mundo le gustan), hoy te voy a explicar lo que me hizo sentir desde una reflexión psicológica y emocional.

En nada me di cuenta de que aquello no era una versión más, sino una exploración profunda sobre lo que significa ser humano. Verla, apenas sin moverme, me sacudió como una coctelera. Me emocioné, lloré y me llenó de ternura.
Una ternura que no esperaba. No soy crítica de cine; ya lo sabéis,  pero como psicóloga que trabaja con historias, heridas y emociones todos los días, esta película me abrió un canal que no esperaba y sé reconocer cuando una historia toca fibras que normalmente evitamos. Esta película las toca todas.

Hay películas que parecen hechas para mover algo profundo, y Frankenstein lo consiguió conmigo.
La historia me habló. Me habló de abandono, de responsabilidad, de amor imposible, de humanidad mal gestionada.
Y me dejó una verdad en mitad del pecho:
el monstruo no es la criatura. El monstruo es Víctor Frankenstein.

Descubrí, buscando información después de verla, que Jacob Elordi —el actor que interpreta a la criatura— aprendió danza butō, una disciplina japonesa que trabaja el movimiento desde lo primitivo, lo roto y lo despojado. Cuando lo supe, entendí por qué me había impactado tanto su interpretación. Su cuerpo no se mueve como un monstruo; se mueve como un alma recién nacida que intenta entender qué es la vida. Ese caminar torpe, ese temblor suave, esa manera de mirar lo que aparece por primera vez… todo procede de la butō, una danza nacida después de la Segunda Guerra mundial para expresar traumas colectivos, renacimientos oscuros y cuerpos que cargan historias no dichas y que explora lo que duele y lo que renace. Y él lo encarna con una delicadeza que te desarma.

Porque aquí, en esta historia, el que llaman “monstruo” no es la criatura. La verdadera monstruosidad tiene nombre y apellido: Víctor Frankenstein. Su creador. Óscar Isaac hace un trabajo magistral al mostrar esa mezcla de obsesión, fragilidad, genialidad y horror. No lo pintan como un villano plano, sino como un hombre quebrado por dentro, devorado por sus propias sombras. A veces cuesta mirar a su criatura porque es tierna. Pero también cuesta mirar a Frankenstein porque nos vemos ahí: en ese miedo a fallar, en ese deseo de controlar, en esa incapacidad de aceptar lo que uno mismo ha creado.
Guillermo del Toro no disimula, y a mí eso me encantó. Víctor no es un científico trágico; es un hombre roto que se niega a mirar su propia grieta. Su monstruosidad no está en lo que crea, sino en lo que rechaza.
En su soberbia
En su cobardía.
A veces el verdadero terror lleva traje, apellido y buena educación.
Y aquí es evidente:
Víctor es el monstruo por elección; la criatura, por imposición.
Su dolor traspasa la pantalla. Su contradicción también. Y ahí está la lección más incómoda: a veces el verdadero monstruo es quien posee poder, no quien carece de él. A veces la crueldad nace de quien más se parece a nosotros.

Lo que me dejó temblando fue la criatura interpretada por Jacob Elordi. Su humanidad era tan transparente que me dolía. Sus movimientos, su forma torpe de descubrir el mundo, esa mezcla perfecta entre inocencia y desgarradura… algo en su cuerpo decía la verdad incluso antes de que abriera la boca.

Como psicóloga, no pude evitar leer la película con ojos emocionales: la necesidad de pertenencia, el abandono, la búsqueda de identidad, la violencia que nace de la soledad, el deseo de ser visto. Hay tanta humanidad en la criatura… y tanta deshumanización en su creador. Y por eso lloré. Porque me recordó lo que siempre digo en terapia, en mis libros: que todos nacemos con una capacidad inmensa de amar, pero la vida es la que nos enseña a defendernos, a endurecernos, a escondernos. Y a veces esa armadura se convierte en monstruo, que no es más que la sombra que escondemos o no queremos ver.

Esta mañana, todavía con la película cicatrizando dentro, busqué entrevistas. Necesitaba entender cómo Elordi había conseguido ese lenguaje corporal tan único, tan raro, tan bello. Y entonces descubrí lo de la danza butō que os he contado antes.

Y ahí encajó todo.

El butō no camina: explora.
No posa: busca.
No representa: revela.

Elordi tomó ese lenguaje y lo convirtió en alma. Cada gesto suyo parecía decir: “No sé quién soy todavía, pero sé que puedo amar”. Y eso… eso me rompió. Y sí, ahí fue cuando lloré.

Pero si la criatura encarna la luz, Óscar Isaac encarna la sombra.
Su interpretación de Víctor Frankenstein es tan profunda que incomoda. No porque sea villanesca, sino porque es honesta. Isaac no juega a ser el malo: habita la herida del personaje.

Cada palabra que pronuncia parece sostenida por toneladas de culpa no expresada. Cada silencio suyo pesa. Cada mirada tiene miedo detrás. Víctor no es un demonio: es un hombre devastado por su propia soberbia, alguien que crea vida sin estar preparado para sostenerla.

Como psicóloga, me impresionó lo bien que Isaac refleja lo que ocurre cuando alguien se desconecta emocionalmente para perseguir una idea.
Víctor pierde su humanidad no por crear un monstruo, sino por negarse a amar aquello que ha hecho daño.
Y eso… es una lección enorme sobre responsabilidad emocional.
La criatura ama. Víctor destruye. Y esa diferencia importa.

Una de las cosas más hermosas de la película es cómo la criatura encarna todo aquello que Víctor no puede sostener:
la ternura,
la vulnerabilidad,
el deseo de comprender,
la capacidad de amar incluso después del rechazo....¡cuántas veces lo he visto en consulta!

Mientras Víctor se hunde en su ego, la criatura florece en compasión.
Mientras Víctor huye, la criatura se acerca.
Mientras Víctor hierve en su propio miedo, la criatura busca luz.

Y eso, como sociedad, debería interpelarnos más.

Una película que nos obliga a mirarnos por dentro

No escribo esto como experta en cine. Lo escribo como alguien que trabaja con emociones ajenas y propias, con el trauma, con la sombra, con la parte que todos ocultamos bajo capas de cordura aparente.

La película me invitó —y creo que invita a cualquiera— a reflexionar sobre lo humano y lo monstruoso.
Sobre lo que heredamos y lo que rompemos.
Sobre la responsabilidad de amar y la cobardía de huir.
Sobre cómo sanamos, cómo herimos y cómo reparamos lo que creemos irreparable.

Es una historia que te abre una herida… para enseñarte cómo puede cicatrizar.

Y por eso la recomiendo sin ninguna duda.
Recomiendo verla con el corazón abierto —aunque te duela un poquito— y con la mente en calma, dispuesta a escuchar lo que la película quiere decirte más allá de la pantalla. Porque esta historia no solo se ve: se siente.
Y cuando una película te toca así, es que algo importante está intentando despertarte.

No es un remake. No es un clásico recontado. Sino una historia que nos invita a mirarnos hacia dentro, a cuestionar quiénes somos y a qué llamamos “monstruo”.

Y desde mi mirada como profesora de teatro terapéutico de Escena Vital o en Koa teatro y como actriz, quiero decir que valoro profundamente la interpretación de todos los personajes. Porque no solo actúan: cuentan la verdad emocional de cada alma rota que aparece en esta historia.

Porque en esta película no solo hay técnica: hay verdad. Hay cuerpo, emoción, memoria, gesto.
Y cuando el arte se convierte en verdad encarnada, nace algo que transforma.
Esto es exactamente lo que Frankenstein consigue.






                                             Con su perro en un descanso del rodaje 

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