viernes, 12 de diciembre de 2014

LAS CREMACIONES EN NEPAL


Mi viaje a Nepal ha concluido.
Si tuviera que ponerle adjetivos calificativos serían: intenso, mágico, duro, aleccionador, divertido e inolvidable.
Y si tuviera que ponerle una frase sería:
He vivido el "Aquí-ahora" más que nunca.
Y es que en Nepal, todo es tan intenso y cada día pasan tantas cosas que cuando estás viviendo intensamente un momento no tienes más remedio que olvidarte de los anteriores.
Tengo muchas cosas que contar y que escribir. Allí se ha formado la idea de mi nuevo libro y escribí el primer capítulo mirando el Himalaya, conviviendo en la cima de una montaña con una tribu magar, previo trekking de unas cuantas horas, cosa que jamás creí poder hacer.
Allí el esfuerzo físico, emocional y mental, me ha costado el doble, cosa que ha hecho que aprenda enormemente de las experiencias que se ponían en mi camino. Anécdotas y vivencias que perduraran siempre en mi.
La primera que voy a contar es sobre las cremaciones.
En nuestra sociedad vivimos alejados de la muerte hasta que ésta toca a nuestra puerta y no tenemos más remedio que mirarla a la cara.
Por mi trabajo, la muerte está en algunos días de mi vida. Ayudo a partir a personas que no tienen más remedio que coger ese último tren y ayudo a hacer el duelo a las personas que se quedan con el corazón sangrando de par en par.
Aún así, la experiencia que he vivido en Nepal me derrumbó por dentro mezclándose el asombro, el respeto hacia una nueva filosofía y forma de vivir la muerte y el agradecimiento a la vida por poder vivir tan de cerca un acontecimiento tan íntimo para nosotros y tan abierto y natural allí...

El silencio solo se ve roto por los llantos de los familiares, el murmullo de los curiosos y el sonido de los templos cercanos. El olor irrespirable a carne quemada provoca picor en ojos y garganta,  aún así todo se desarrolla con absoluta normalidad. El ritual de la muerte entre los hindúes, también en Nepal, es una parte más de la vida.

Cada día, los cuerpos sin vida de los difuntos llegan en parihuelas a orillas del Bagmati para decir su último adiós a su traje de carne y huesos. Mientras les cubren con un sudario y les ofrendan un sorbo de las aguas sagradas; los pequeños rastreadores se preparan para recibir su recompensa. 
La búsqueda nunca para porque el ritmo de cremaciones es incesante, cuando apenas empiezan a consumirse uno o varios cuerpos en las piras funerarias, otros esperan ya tendidos en los Ghats (las escalinatas que descienden al río) su turno.
Frente a ellos una legión de curiosos y turistas observan sin pudor el despojo de la vida. A los familiares de los fallecidos parece no importarles esta especie de violación de la intimidad.
En el hinduismo, la muerte es tan solo un paso más de la vida y la cremación garantiza la liberación de este mundo, la ruptura con la rueda de la reencarnación. Por ello, ni siquiera la atracción de los turistas, ni los falsos sadhus o santones que se prestan encantados a las cámaras de los curiosos por una propina, entorpecen el ritual de la muerte.






Todo se desarrolla con una pausada y repetida rutina, en un rincón los operarios amontonan los troncos y el combustible que hará arder los cuerpos, otros preparan los túmulos que recibirán al siguiente difunto, mientras en otro apartado el hijo mayor de uno de los fallecidos se deja rapar la cabeza y otro viste su cuerpo con un dhoti blanco para realizar el ritual mientras sigue atentamente las instrucciones del brahman.
El la boca del difunto siempre hay una moneda.


               









A poca distancia de este escenario, los niños, encorvados introducen sus cabezas una y otra vez en las aguas contaminadas del río para extraer su pequeño tesoro, algunos se ayudan con palas, otros tan solo tienen como herramienta sus propias manos, otros consiguen un palo con una cuerda con un imán al final para alcanzar esa codiciada moneda.
 Si tienen suerte, hoy probablemente tendrán algo que echarse a la boca, sino mañana habrá otra oportunidad de encontrar en el oro de los muertos, la supervivencia de sus propias vidas.
                     Niño con un imán recogiendo monedas




Nosotros llevamos a nuestros hijos al zoo o a los parques infantiles, allí, familias enteras con niños pequeños van a contemplar el ritual de la muerte, quizás para que crezcan compartiendo esa realidad, quizás para prepararlos para algo de lo que nadie puede escapar.
Los familiares, con quejidos lanzados al viento, con una tristeza profunda reflejada en sus rostros, presencian el sagrado momento.
Quizás morir no es tan horrible. Quizás la muerte es como cuando debemos entablar conversación con alguien que no es de nuestro agrado y descubrimos que es una persona encantadora. Qué diferente sería la muerte si la viéramos como un triunfo...
Todo en nuestras vidas es triunfo. El nacimiento, nuestro primer trabajo, el amor, cada cumpleaños, traer al mundo a nuestros hijos. Pero la muerte, que es igual de natural y bella como nacer, la miramos con repudio y temor y nos desgarra por dentro.
Si desde pequeños nos dijeran que así como es de importante vivir, igual de importante es morir, quizás ese doloroso cambio sería un motivo de unión.
Los cuerpos los escondemos en oscuras cajas de madera, quizás inconscientemente para reducir el dolor de afrontar la muerte y luego los bajamos a unos profundos agujeros en donde también tratamos de enterrar todas las vibraciones mentales que tengan que ver con el fin de nuestras efímeras existencias.
Los hinduístas, con igual sufrimiento y dolor, cargan los cuerpos en camillas, envueltos en sábanas, rostros descubiertos y adornados con muchas flores. La muerte ha llegado y no se puede ocultar.
Dentro de sus creencias, ser quemado a orillas del río sagrado y reposar en su profundidad, les permite acabar con el ciclo de reencarnación y liberarse del sufrimiento.
El cuerpo del difundo es cargado en la camilla a la orilla del río y sus pies son sumergidos en el agua fría para purificar su cuerpo para absorber la pureza de un sagrado río contaminado. Después, el cuerpo es llevado por los hombres de la familia a la pira funeraria.
Uno a uno, todos los integrantes de la familia, a algunos tienen que sostenerlos, rocían con agua recogida del río el rostro de la persona que se va.
El padre o el hijo mayor, prenden un trozo de madera y la colocan en la boca del difunto, iniciando un lento fuego que va envolviendo todo el cuerpo y un olor a carne quemada envuelve nuestro olfato.
Los hombres controlan su dolor, mientras que a las mujeres se les permite llorar y que emitan largos lamentos.
El dolor del desapego perfora los corazones de cada familiar, la solidez del cuerpo se convierte en la suavidad de las cenizas y la ligereza del humo.
Poesía y muerte siguen de la mano incluso cuando el cuerpo arde y solo las cenizas dejan testimonio de lo que antes había sido una vida. 
Y con el corazón acongojado, el alma en paz y con lágrimas en los ojos me quedé en silencio sin pronunciar una palabra hasta horas más tarde.











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